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RUN

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 Era un día así, exactamente así. El más frío del año hasta el momento. Mayo. 7 u 8 de la tarde. El frío quemaba la piel y, por una extraña razón, eso me pareció terriblemente excitante. Mi cuerpo quería moverse, imploraba moverse. Llegaba de la universidad a la casa solitaria. Mi mamá andaba por algún país que no recuerdo. Adolf me había hecho a un lado otra vez.  Habían por ahí unas zapatillas y un polerón ¿qué más? yo, solamente yo, salí a la calle y corrí. Corrí CORRÍ!! Una noche como esta conocí el país que nunca he querido dejar. Aquel donde puedo hacer que mis sentido se agudicen, que mis pulmones quemen, que el cansancio o el dolor me traigan al momento presente. Mi cuerpo se volvió el arma con la que pude atacar cualquier pensamiento, enfrentar todos los miedos y hacer añicos mis sensaciones de vulnerabilidad que me acompañaban desde la infancia. Me hice hábil en escapar, ágil para sortear obstáculos. Llegué a ser tan liviana que podía volar. Afiné el oído para escuchar mis la

Heil, abuelo.

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Tuve un abuelo también, aunque cada imagen de él ha sido creada en base a historias fragmentadas, confesiones llorosas de mi madre y una fotografía. Sí, solo una fotografía. Nunca lo conocí, pero su peso en nuestras vidas es más denso y real, incluso, que algunas personas vivas. Mi madre habla de él con añoranza y orgullo y hasta creo que a veces intenta parecerse a él y, obviamente, buscar una mínima esencia de lo que él fue en cada uno de los hombres con los que se ha relacionado. Pero, según parece, nadie le llega a los talones. Esos talones enfundados en bototos militares, brillantes, firmes y dominantes. Esos bototos que deben haber dado contra las costillas de mi abuela cientos de veces. Mi madre cuenta que sus manos tenían dedos largos y siempre estaban impecables...esas manos que golpearon su cuerpo de niña hasta sus quince años, cuando esas manos dejaron su habitual forma de puño y se abrieron para enfundar un chuzo con el que iba a matar a mamá, por haberla visto de la mano e

Top secret

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Mamá dice que papá la mató.  Dicen que mi abuela enferma estaba vomitando sangre en el lavaplatos de la cocina y que mi papá, al verla, se espantó y le dijo "¡cómo se le ocurre hacer eso aquí! ¡eso se hace en el baño!". Mi abuela enferma entonces se salió y, tambaleante, hizo caso sumiso. Y aunque dejó de manchar el lavaplatos, su sangre nunca llegó a tocar el lavabos, sino que se derramó, junto con su vida, en el pasillo, a unos pasos del baño. Cayó y no pudo levantarse. Era su segunda caída luego de haberlo hecho en la calle unas semanas atrás, donde se había golpeado la cabeza y desde ese momento, yacía en cama, enferma.  Cuando ocurrió, yo tenía 8 años y dormía, así que no supe si esa noche vino la ambulancia o mi papá la llevó al Hospital, pero fue en ese lugar donde, unas horas más tarde, falleció.  No recuerdo la última vez que la vi, ni la última palabra que le dije o la última mirada nostálgica que me dirigió. Mi mamá me cuenta que al despedirse de ella en el Hospita

¡Salud por el divorcio!

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 "¡Brindemos por el divorcio!" exclamó mi padre rompiendo el incómodo silencio, mientras se dirigía al mueble negro y sacaba las copas de champaña alemanas que les había regalado la amiga Katja. Mi hermana Martina se levantó del sillón y se fue corriendo a su dormitorio, en un gesto desenfadado que mezclaba lágrimas y rabia. No recuerdo si mi hermana Sara estaba ahí o había salido. El asunto es que sólo quedaron en la sala mis padres y yo. Mi mamá estaba ahí ¿dónde más podría estar yo? aunque sabía que aquella no era una buena situación, siempre fui de las que se quedaba al pie del cañón.  Mi madre le recibió la copa, desafiante. Yo observé hipnotizada cómo caía la champaña sobre esa copa alargada que parecía eterna. Bebieron. Sólo había silencio y gritos lejanos de la gente que celebraba el año nuevo ¡el año 2000!, el cambio de milenio era un acontecimiento que había vuelto loco al mundo y yo lo celebraba junto a mis padres mientras el techo se caía a pedacitos, mientras me

Separates ways. Parte 1

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Entonces Adolf se fue...pero sin irse. Me dijo que ahora estaba con otra, que ya la había besado y que me dejaba. Aunque suene extraño, mi mente estaba esperando ese momento y logré actuar como un pedazo de metal...hasta que Adolf extendió su blanca y huesuda mano para tocarme, en un incomprensible gesto de consuelo; su tacto por sobre mi abrigo se sintió como una brasa que me abrió una herida y, de dolor real y tangible, exploté en llanto.  Adolf se iba, pero por esos minutos, se quedaba.  Agradecí que la noche estuviera tan negra, agradecí que todavía fuera invierno y el frío de la tarde me refrescara el rostro enrojecido. Agradecí que todo por fin estuviera dicho y que al fin la noche me deparara descanso en el abandono de todas mis expectativas. Se acababan los largos días de vagabundear por todas las calles donde él solía aparecer, buscándolo.  Se acababan mis tardes de psicópata esperándolo fuera de su casa, bajo la lluvia, empapándome a la vista de los vecinos, tragándome la ver

Psiquiatría, que te jodas.

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El tenedor asesino perseguía a las escurridizas uvas verdes y mojadas, tratando inútilmente de pincharlas una y otra vez, extendiendo aquel ritual más allá de lo soportable. "¿por qué cresta no las toma con la mano? por favor, agarra la maldita uva y cómetela de una vez!", pensaba mientras lo miraba desde el sillón de enfrente. Pero no podía decírselo,  claro, él era el doctor y yo la loca y sólo podía estar ahí, exhasperándome en silencio mientras respondía sus preguntas automáticamente. Era el tercer o cuarto psiquiatra que veía durante esos meses. Según decían, era el mejor de la ciudad y puede que sea cierto, pero para mí perdió todo crédito cuando, gracias a mis padres, se ganó 60 lucas durante lo que parecía ser su hora de colación. Unos 8 meses antes, el 2011, había visto al primero de aquellos doctores. Terminé en su consulta luego de dos semanas de haber faltado a clases, haber dejado pruebas en blanco, salir de la sala y el edificio de la universidad abruptamente y

Goodbye baby, goodbye.

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 ¿Volvamos a casa? Mis ojos se abrieron como platos mientras miraban a mi madre, sentada al otro lado de la mesa del desayuno...  ¿en serio? ¿en serio podemos volver? y en cuanto afirmé con la cabeza, corrimos a armar rápidamente nuestros bolsos, como si nos hubieran dado permiso para abrir los regalos de navidad. Suficiente dosis de Osorno para mí. Era a finales de junio, un oscuro y congelado junio del sur. Había llegado a la ciudad en marzo, pero mi madre llevaba unos meses ya establecida junto a Roland, mi padrastro.  Esta vez no llegué a la casa de la Rosita; no había salones misteriosos ni escaleras enceradas ni patios con montañas y duendes. Esta vez había un departamento enorme en el centro de la ciudad, moderno y luminoso, con pasillos llenos de closets y dormitorio con baño para la empleada, junto a la cocina. Había un comedor macizo con cubierta de vidrio, conserje y un dormitorio para mí cuya vista daba hacia los cerros y el cielo abierto.  Tenía yo 13 años; una definición